Dios o religiones

>> sábado, 11 de abril de 2009

“God must transcend the greatest of human weaknesses. And, indeed, the greatest of human skill. God must transcend even our most remarkable attempts to emulate nature in its absolute splendor. How can any man or woman sin against such a greatness? How can any carbon unit on Earth, in the backwaters of the Milky Way - indeed, the boondocks - possibly betray God Almighty? That is impossible. The height of arrogance is the height of control of those who would recreate God in their own image”. (Ramtha, en la película “¿Qué #$%& es lo que sabemos?)

Cuando salí de la preparatoria, entre mis especulaciones profesionales se encontraba la teología. Fui a ver al sacerdote de mi congregación para consultarle al respecto. Cuando me preguntó si creía en Dios, respondí, con toda la honestidad posible, “creo que creo en Dios”. Su respuesta ante eso fue, “me parece que entonces no te conviene estudiar la teología. Por una simple razón, te van a quitar ese poco creer que tienes. En la universidad no te enseñan a creer más en Dios, te enseñan a vender un producto y ese producto es dar consuelo a los seres humanos.”

Al escuchar su respuesta me decepcioné mucho y me alejé de la iglesia. Hoy en día, después de haber buscado a Dios en muchos caminos me inclino a pensar que el siempre tuvo la razón. En retrospectiva le agradezco que me haya hecho desistir de la posibilidad de estudiar teología.

Hoy ya no podría decir que creo creer en Dios. Sé que existe. Pero también sé que ese Dios que existe no tiene nada que ver con el Dios de la religión, de ninguna de las religiones existentes.

Al inicio de la película “Zeitgeist” muestran un pasaje interesante. Nos dicen que hubo toda una serie de dioses nacidos el 25 de diciembre, de una virgen, fueron bautizados, comenzaron a enseñar a los 30 años de edad, tuvieron 12 discípulos, realizaron sanaciones milagrosas, caminaron sobre el agua, transformaron el agua en vino, murieron en la cruz, estuvieron muertos y resucitaron al tercer día. Fueron conocidos como “el hijo de Dios”, “el Salvador”, “la Verdad”, “la Luz”, “el Ungido”, “el cordero de Dios”, “el buen pastor”, entre otros. En la película se menciona a Horus, Attis, Krishna, Dionisio y Jesús como manifestaciones de estos elementos. La historia, que se esconde en el trasfondo es que se trata de mitos que, como todos los mitos, explican un fenómeno natural. En todos estos casos es un relato de lo que pasa con el Sol a través del año teniendo como telón de fondo los signos zodiacales.

Para comprender toda esta fenomenología, en tiempos más bien recientes han surgido dos disciplinas nuevas: la arqueoastronomía y la astroteología.

En el otro extremo de la paleta, en una disciplina llamada entheobotánica, derivada de la etnobotánica y la etnomicología, se asocian y busca el origen de estos mitos no en el cielo, sino en la tierra, en particular en las plantas con propiedades psicodélicas.

Entre ambos extremos encontramos una enorme gama de estudios y propuestas que utilizan los mitos y la simbología religiosa para transmitir toda una serie de explicaciones: desde el mito griálico que pretende justificar la descendencia divina de las dinastías europeas, hasta llegar a la “Regina” de Velasco Piña o a la “Guerra de las Galaxias” de George Lucas cuyas evidentes pretensiones son las de fungir como mitos modernos.

Todo esto, más que cuestionar la existencia de lo divino, en realidad solo muestra lo poco creativo y/o recurrente que ha sido la inventiva y comprensión humana, sobre todo en los que se refiere a su plano espiritual y divino.

Claro que cabe sospechar que la hipótesis de Graham Hancock sobre la existencia de una cultura única común puede ser cierta. Claro que cabe sospechar que la hipótesis de una gigantesca confabulación de extraterrestres que nos crearon y manipularon es cierta. Pero más clara todavía es la sospecha de que el ser humano, en sus plano colectivo y social ha sido incapaz de transmitir esa experiencia tan profundamente individual que es la experiencia divina.

Cuenta Anthony de Melo:

“Había una vez un maestro en la India que estaba enseñando a meditar a sus discípulos. En ese momento comenzó a maullar un gato. El maestro busco al gato y le amarró la trompa continuando luego con su instrucción. Durante la noche el maestro muere. Al día siguiente, después de los funerales, los discípulos se reúnen para meditar en memoria del maestro y, lo primero que hacen, es buscar un gato para amarrarle la trompa.”

La moraleja que añade de Melo es que todas las religiones del mundo están llenas de gatos con las trompas amarradas. Esas trompas amarradas en el plano colectivo y social siempre se han convertido en instituciones.

Institucionalizar lo divino es la blasfemia antropomorfizante a la que se refiere Ramtha en la cita que usé para iniciar este apartado. Crear Instituciones-Diosas que ya no tienen nada que ver con lo divino y sagrado es el segundo paso de la degradación espiritual humana.

Cuando alguno de nosotros se tiene que enfrentar a un trámite burocrático, seguramente se ha preguntado cómo es posible que los mismos burócratas -los primeros en padecerla- no hayan hecho algo todavía para combatirla haciéndola más funcional y flexible. Pocos somos conscientes que la burocracia, finalmente, es el producto visible del pensar institucionalizado que nos domina a todos. La falta de funcionalidad y flexibilidad se convierte en un atributo humano cuando éste se casa con un sistema de creencias y las institucionaliza. La institución se convierte en un saber colectivo en la que las mentes individuales ya no tienen cabida.

Al mismo tiempo la institución vive en una crisis permanente porque como lo dijo William Faulkner en su discurso de aceptación del premio Nobel:

“Creo que el hombre no simplemente durará: prevalecerá. Es inmortal, no solo porque él entre las criaturas tiene una voz inagotable, sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión y sacrificio y resistencia.”

La lucha del individuo contra la institución es la gran prueba de resistencia que ha marcado la historia humana reciente.

Y es que el problema fundamental de la institución es que, en su esfuerzo de mantenerse, acapara para sí una parte o toda su verdad, no la revela, la convierte en secreto iniciático y la difunde distorsionada. Por ello a la institución siempre se le percibe deshonesta y mentirosa. En este proceso de acaparamiento y distorsión la institución pierde toda relación con lo humano. Se cree Dios, enorme, eterna y omnipresente y se convierte en un ente frío y distante que se refugia en pomposas construcciones semejantes a los templos de antaño. Deja de interactuar con aquellos para quienes fue creada y con quienes inicialmente la crearon, los seres humanos mismos.

La institución confina al humano dentro de la cuadrícula de los asuntos terrenales y el ser humano siempre ha aspirado a la grandeza. Él y Dios son uno mismo. La institución y el espíritu son incompatibles. La institución y la mente son incompatibles. La institución y la consciencia son incompatibles.

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